LA VIDA A CUATRO VOCES
(El muerto y ser feliz. Javier Rebollo, 2012)
Juan Miguel Company Ramón
A la memoria de Sonia Mattalía Alonso, un viaje sin clausura por su país natal.
Res no és mesquí,
perqué els dies no passen;
i no arriba la mort ni si l’heu demanada
Joan Salvat- Papasseit
“Callarse es asentir”, ha dicho Javier Rebollo en una entrevista (caimancuadernosdecine, nº 12, p.44. Madrid, enero 2013). Tal aserto es perfectamente aplicable a la actual coyuntura económico-política que todos los días nos impulsa a salir a protestar a la calle. Y no lo es menos en el terreno cinematográfico, dominado por la banalidad y el conformismo. Es aquí donde Rebollo apuesta fuerte en su tercer largometraje donde el transcurrir de una road movie, aparentemente deudora del clasicismo, se ve problematizado por las voces narrativas que la cuentan, en conflicto con el discurso de las imágenes. El muerto y ser feliz agita, pues, las empantanadas aguas del cine español- tan heladas, al menos, como las del cálculo egoísta de la burguesía decimonónica que Marx y Engels denunciaran en el Manifiesto Comunista– y lo hace con la inteligencia y la sensibilidad de un cineasta en pleno uso de sus poderes.
Ironías y filiaciones
Gilles Deleuze, en una conferencia de 1987 (1) , hablaba de cómo la disyunción de lo visual y lo sonoro era la expresión más cabal de lo que es tener una idea en los cines de la modernidad. Eric Rohmer, en 1992 (2), al hilo de su decimosexto largometraje, señalaba lo difícil que resulta ser claro en cine en relación a la literatura por tratarse de una forma de expresión en situación de inferioridad respecto al lenguaje hecho de palabras. Resulta difícil dar cuenta mediante imágenes de los umbrales de la subjetividad: el estatuto mimético-representativo de éstas parece rechazar toda apelación a la vida interior del personaje.
Javier Rebollo ironiza abiertamente con la problemática de la traslación de las palabras a la imagen: las dos voces over del film- la del realizador y su co-guionsita Lola Mayo- suministran datos y valoraciones que, bien por saturación descriptiva o por el juicio que establecen sobre la progresión del relato, juegan con los mecanismos de gestión del saber espectatorial y cómo éste se construye. De tal suerte, las intervenciones sobre “la enfermera joven y bonita” o “el hombre alto con gafas de muchas dioptrías” redundan, humorísticamente, con las imágenes pero otras veces entran en abierta contradicción con las mismas. En definitiva, la enunciación verbal puede resultar no fiable a la hora de ser ilustrada mediante un enunciado icónico. Y puede actuar a modo de prolepsis narrativa, casi como la misma voz del destino: Santos (José Sacristán) no volverá nunca al hospital del que se escapa al comienzo del film; “Camborio” (el coche que conduce) a partir de un determinado momento seguirá su ruta por carreteras secundarias…
Cineastas tan diferentes como Stanley Donen /Gene Kelly y Marguerite Duras han jugado abiertamente con esa ruptura entre enunciación y enunciado. Don Lockwood (Gene Kelly), actor narcisista donde los haya, puede armar un relato idealizado de su carrera cinematográfica en el comienzo de Cantando bajo la lluvia (1952) mientras las imágenes que lo ilustran nos demuestran su falsedad. Y las dos voces femeninas over de India Song (1975) se interrogan sobre una posible historia, tal vez vivida por unos personajes a los que vemos bailar y moverse por los salones de una supuesta Embajada de Francia en una jamás entrevista Calcuta. Los sujetos del film quedan reducidos a presencias incorpórea: nunca los veremos hablar y su existencia se asimila a las imágenes virtuales de los espejos en los que continuamente se ven reflejados.
Concreciones
Marguerite Duras terminaba su film con una errabunda panorámica sobre un mapa, desde Savannakhet, Laos hasta Calcuta, señalando así el paralelismo entre el itinerario de la mendiga, con su canto salmodiado en off y el de Anne Marie Stretter. Javier Rebollo sustituye el grafismo cartográfico por el desplazamiento real. Los cinco mil kilómetros que Santos recorre de Buenos Aires a Salta tienen unos jalones que la película marca: Rosario, Córdoba, Santiago del Estero, San Miguel de Tucumán. Y las voces que en él resuenan no están en off, sino que proceden de cuerpos concretos y nada fantasmagóricos en su presencia. Así, Santos pedirá, en el comienzo del film, a la enfermera joven y bonita que le enseñe las tetas y su errancia hacia el noroeste argentino viene motivada, tal vez, por el deseo de que la propia ruta emprendida diseñe un rostro en el que poder reconocerse, como si de un viajero barojiano se tratara.
El film inscribe la enfermedad terminal del protagonista desde el inicio, al igual que los síntomas de su mortal desembocadura, enumerados por la enfermera. El espectador es consciente, pues, de asistir a la dilación de ese momento, en un compás de espera que remite a la attesa rosselliniana, donde cada momento de vida es arrancado, diríamos, a dentelladas mientras el cuerpo logra mantenerse en pie con inyectables de morfina administrados en rituales de subrayada fisicidad. En varios momentos, la no direccionalidad de ese viaje sin objeto se manifestará por medio de panorámicas circulares de la cámara que, en un caso concreto, coincidiendo con la avería de “Camborio”, abarca los 360º, finalizando en su punto de arranque. Las voces de Santos y Érika son el eco diegético de las de Javier Rebollo y Lola Mayo que hablan desde fuera de la historia.
Tipologías
“Santos es un asesino a sueldo que no asesina”, dice la voz de Javier Rebollo un momento antes de que el título del film, en letras rojas, se inscriba en las imágenes. Esa “…voz del relato que dialoga y sufre con él” (3) , trata de inscribir al personaje en una tipología genérica propia del thriller de la que da cuenta el cartel publicitario de la película, con Santos pistola en ristre. El protagonista se recita a sí mismo, a modo de mantra, los nombres de las personas que ha matado, escrutando en su memoria, sin hallarlo, el de su primera víctima. Muy probablemente Santos haya sido, en el pasado, un sicario de la dictadura militar argentina- una línea de diálogo nos informa: dependía, laboralmente hablando, del Ministerio del Interior- y resulta llamativo que su estancia pasajera en el medio familiar de Érika, descrito como una manifestación decadente de la oligarquía latifundista argentina al servicio de cuyos intereses trabajara antaño, provoque la última huida de Santos y con ella el fin de la proyección.
El icono de la pistola está presente en una emblemática secuencia del film: aquella en la que a Santos se le desencadena la pulsión homicida en un bar e increpa a un parroquiano ( “Santiagueño, ¿quieres que te mate?”) y éste le responde con un repentino zapateado. La pelea se nos da por elipsis y cuando recuperamos a Santos- tras el sonido off de la caída- ya se encuentra noqueado en el suelo. La conversación telefónica que mantiene en la siguiente secuencia, donde un esparadrapo en el lado derecho de la frente y la ausencia de un cristal de las gafas indican las consecuencias de la contusión recibida, supone una ruptura idiomática (del castellano al catalán) y espacial (del bar de Santiago del Estero a un piso de Barcelona) que, junto al cameo actoral de Vicky Peña y Fermí Reixach produce una cierta desubicación en el espectador. A partir de este momento (y hasta el final del film), Santos deja de ser el matón que no mata (pero exhibe la pistola como instrumento de trabajo) para convertirse en el sujeto patético, herido por dentro y por fuera, del melodrama. Nada saben las voces over- que sólo constatan el cambio idiomático- de quiénes son esos personajes de la vida anterior de Santos y nada podremos inferir de ellos a través de la conversación telefónica. Será la enunciación fílmica, cuarta voz de El muerto y ser feliz, quien nos proporcione el final de la película.
Dulce de leche
La película empieza con una cola en negro en la que se escucha la voz over de Javier Rebollo (“Esta película está dedicada a la Filmoteca uruguaya”) y termina con una escena de pura enunciación fílmica, con la cámara acercándose muy lentamente a “Camborio” y a Santos al volante. De la primera voz a la cuarta, ¿qué se ha ganado (o perdido) en el trayecto? Dice Rebollo:
…esa dedicatoria sirve para presentar a uno de los personajes, el que trata de desenmarañar la historia, que soy yo…o la instancia que trata de contar, de urdir, de armar el relato. Escrita no hubiera funcionado de la misma manera.
El sentimiento de atessa, de que algo va a ocurrir, se acentúa en la última escena del film que no es sino uno más de sus posibles desenlaces (en el otro Santos muere en la selva y vemos un entierro indígena que podría ser el suyo propio). Érika podría estar y no estar sentada en la parte trasera del coche, resplandeciente en su sonrisa. Santos, goloso, rechupetea un cucurucho de helado de dulce de leche y la imagen queda congelada justo en el momento en que el protagonista se abalanza sobre él con la lengua fuera. En la brusca detención del fluir de las imágenes encuentra, sin duda, Javier Rebollo una metáfora de esa muerte cuya sombra aletea sobre Santos desde el comienzo del film, pero también una fruición de la vida en lo que ésta tiene de bien vivible, como diría Leopoldo María Panero. El realizador da aquí un nuevo sentido e impulso a la entrecortada frase que un desolado individuo pronunciaba ante Bruno, conductor de un camión en En el curso del tiempo (1975), la imprescindible road movie de Wim Wenders, tras haber asistido al suicidio de su mujer: “No existe más que la vida”. El goce mismo de la existencia en su materialidad discursiva, no sabría clausurarse en los límites del relato.
Notas:
(1) “Tener una idea en cine”. Archipiélago, nº 22, pp.52-59. Traducción de Jorge Terré.
(2) Babelia, nº 24, p.7. El País. Madrid, 28 marzo 1992.
(3) Gonzalo de Pedro: “Una voz en busca de una película. Entrevista con Javier Rebollo”, p.44 en el ya citado número de caimancuadernosdecine.
Sábado 14 de febrero, 18.30h en Las Naves
Selección de rarezas / inéditos – Javier Rebollo
Contextualiza: Javier Rebollo
Uno de los cineastas más interesantes del cine de ficción actual nos muestra algunas de sus piezas laterales y casi desconocidas: una “autopsia” radical de su último largometraje, registros más cotidianos y paralelos al “pincel cine” de sus grandes películas, algún encargo convertido en ensayo de reflexión sobre los procesos fílmicos.
Trabajos paralelos a los largometrajes de ficción de un director premiado por la crítica y los festivales y que afirma que “otro cine es posible”.
Autopsia para un cadáver, pieza sobre la concepción y el proceso de El muerto y ser feliz.
Consejo a los cabreros, pieza breve, poética y reflexiva.
Yo tengo perspectiva (de la vida), Cortometraje realizado para la actividad ECAM Rueda de JamesonNotodofilmfest Weekend.