Publicamos dos documentos sobre uno de los encuentros de PALABRA que tuvo lugar las pasadas jornadas, en concreto el del viernes 27 de febrero de 2015, en el que participaron Manuel Asín (Intermedio editora dvd – blog), Juanjo Giménez (cineasta y productor) y Víctor Moreno (cineasta).
El primer documento es un vídeo que da cuenta de la intervención de Juanjo Giménez, el último de los participantes de aquel día, y del debate que se produjo con posterioridad. Giménez presentó unas imágenes de su último largometraje, Contact Proof (2014), y respondió a las cuestiones que habíamos planteado para el debate: “Qué es – Cómo hacer – Para quién hacer cine hoy”
El segundo de los documentos es un texto de Manuel Asín, texto que leyó en su intervención de aquel mismo día.
“Qué es – Cómo hacer – Para quién hacer cine hoy”
por Manuel Asín
Cuando pensé en el título QUÉ ES – CÓMO HACER – PARA QUIÉN HACER CINE HOY, en cómo se trenzan las tres preguntas, porque creo que están relacionadas, que son preguntas acumulativas, y sobre cuando pensé en la última de ellas, enseguida me vino a la cabeza una posible respuesta, que por suerte no es mía. Son unas frases de Godard en una entrevista más o menos reciente (2010), a propósito de Film Socialismo. La puse en el resumen por adelantado de mi intervención pero como no sé si todos la habréis leído y es corta la leo de nuevo aquí. Dice Godard:
“Me hubiera gustado mucho que contrataran a un chico y una chica, una pareja que tuviera ganas de mostrar cosas, que estuviera un poco ligada al cine, el tipo de gente joven que se puede encontrar en los pequeños festivales. Se les da una copia en DVD de la película y a continuación se les hace seguir un curso de paracaidismo. Luego, se marca al azar una serie de lugares en un mapa de Francia y ellos saltan en paracaídas sobre esos lugares. Deben mostrar la película allí donde aterricen. En un bar, en un hotel… Ellos verán cómo se las arreglan. Cobran la entrada a 3 ó 4 euros, no más. Pueden filmar su aventura y luego vender eso también. Gracias a ellos, podría saberse lo que es distribuir esa película”.
En realidad, lo que creo es que a partir de esta frase se puede deducir todo un contexto, como cuando miramos algo en un microscopio. Godard de hecho no la dijo una sola vez sino al menos dos, en dos entrevistas distintas, así que podemos pensar que fuera importante para él. Os voy a leer las mismas frases, o algunas muy parecidas, en una entrevista de esas mismas semanas que Godard hizo con Daniel Cohn-Bendit. Este fragmento es un poco más largo. DCB pregunta por la noticia, a la que los medios dieron mucho relieve, de que Godard cerraba su productora en Suiza después de esta película, que vendía todo el material y ponía en alquiler el local. La respuesta de Godard :
JLG. Se acabó, ya casi no se puede crear. El cine es una pequeña sociedad que se formó hace cien años, en la que estaban todas las relaciones humanas, de dinero, de hombres y mujeres, y que desaparece. La historia del cine no es la de las películas, como la historia de la pintura no es la de los cuadros. El cine casi no ha existido. Yo he intentado hacer algo distinto. Pero ahora ya voy a medio gas…
DCB : No es cierto, hay una energía increíble en tu película. Lo que me ha maravillado es que describes muchas capas, estás en el Mediterráneo y luego muestras estratos…
JLG : Fui muy feliz durante la producción. Pero luego llega la distribución, y aquello es otro mundo. Quería distribuir la película durante tanto tiempo como la producción, es decir cuatro años…
DCB : ¿La producción te ha llevado cuatro años?
JLG : Sí, les dije: vamos a estar cuatro años haciendo la película –bueno, en realidad no les dije eso. Y me gustaría que se distribuyera de la siguiente manera: se busca a un chico y una chica, o dos o tres pequeños grupos. Se les dan copias en vídeo y se les hace saltar con ellas en paracaídas desde un avión. Tienen un mapa de Francia, no saben dónde aterrizan y tienen que espabilarse. Tienen que ir por los bares, hacer cientos de visionados… Luego se ve cómo ha ido. Conocen el terreno, saben lo que la gente piensa de la película. El segundo año se muestra en las pequeñas salas de los festivales. Después, ni siquiera hace falta estrenar la película, ya estará todo recuperado (sobre todo teniendo en cuenta que los productores han puesto muy poco, 300 000€), pero habrá llevado cuatro años. En lugar de esto, la película se distribuye en un mundo para el que no ha sido producida…»
Lo que me interesa muchísimo de este cuento, porque es una especie de cuento, (o de argumento para una película, si queréis: en la primera entrevista dice que la pareja podría ir haciendo una nueva película a la vez que hace la distribución de la antigua) es que en muchos aspectos describe, en mi opinión, lo que está pasando con el cine hoy, con esa cadena qué es-cómo hacer-para quién hacer cine por la que nos preguntamos aquí.
Hay varias cosas que se pueden destacar en lo que dice Godard. Primero el tiempo que dice que le cuesta hacer una película. Cuatro años. Y eso que Godard no es alguien que a primera vista podamos relacionar con problemas de producción, problemas para encontrar dinero. Esta ampliación de los tiempos de la producción es un hecho –y no sólo en Godard– que contradice la supuesta facilidad de las nuevas herramientas tecnológicas. Godard nunca había tardado tanto en hacer películas, una película. En ocasiones, en los años sesenta, con herramientas mucho más pesadas había hecho dos al mismo tiempo. Made in Usa y Dos o tres cosas que sé de ella las montó a la vez, una por la mañana y la otra por la tarde, porque una la había acabado de rodar un viernes y la siguiente la había empezado un lunes. Algunos dirán que es porque se hace mayor, pero en realidad creo que es porque hay todo un tejido de producción-distribución que le lleva a eso, y en ese tejido es muy importante la finalidad, el «para quiénes». Encontrar ese «para quiénes» (que un productor diga «para mí», que una televisión diga «para mí», que un festival diga «para mí», que unos medios de comunicación digan «para mí», que todas las partes implicadas en una película normal –que paradójicamente pueden ser muchas más que hace cuarenta años, cuando o no había televisión o la televisión no financiaba las películas–) es lo que le lleva cuatro o más años por proyecto, en tantos casos.
La segunda cosa que sobresale en el cuentecillo de Godard es quiénes hacen y cómo hacen la distribución. Godard plantea un esquema, que ni siquiera sería me temo el esquema al que pueden llegar muchos cineastas hoy, en el que la distribución no la hace el cineasta ni el productor (pero tampoco un distribuidor al uso, un intermediario) sino algo así como otro cineasta, un doble. Es decir, una pequeña célula formada por un chico y una chica, que quieren mostrar algo (en este caso una película) y que incluso pueden hacer una película ellos mismos a partir de esa experiencia. (Creo que es por esta idea de que distribuir una película debería ser algo tan personal, tan comprometido, como hacerla, por lo que sugiere que los encargados de ir con ella en una mano y con un mapa de Francia en la otra deberían ser chico y chica: el argumento más viejo del mundo, boy meets girl). Aunque para esto necesitarían tiempo, claro está: tanto como se tarda en hacer una película, cuatro años por ejemplo.
Tercera cosa que nos llama la atención, para quiénes. La pareja tiene que ir conociendo a aquellos que van a ver la película, no basta con tirar la película en paracaídas desde el aire, son ellos mismos los que saltan con la película. Esta es otra forma de decir que normalmente, tal y como está planteada la distribución hoy, no se sabe quién ve las películas, para quiénes se hacen. No se sabe al menos de la misma manera en la que se puede decir que un cineasta, en el mejor de los casos, acaba conociendo a las personas con las que hace una película. Con el público ocurre algo distinto y quizá no debería ser así. Si lo pensamos un poco, no hay motivo para desconocer al público. Antes, quiero decir por ejemplo en los años sesenta, quizá se sabía un poco mejor quién era el público: el público era tanto más indiferenciado cuanto más popular. Había muchas menos películas y todo el mundo veía más o menos las mismas, iban a verlas. Ahora un cineasta puede ir a presentar veinte proyecciones y puede verle la cara a su público, pero quizá ese público no sea exactamente aquel para quien había hecho su película. Quizá la había hecho para más gente, para otra gente, o quizá ni siquiera había podido llegar a saber con exactitud para quién la hacía. Cuatro años pasan rápido, pueden irse en saber para qué productor, para qué televisión, para qué festival. Quizá este público esté más bien diseminado y no se reúna nunca del todo, no vaya a la hora precisa al lugar preciso: a la sala.
Son paracaidistas (me refiero, claro, a esta pareja que podría llegar a hacer bien el trabajo de distribuir una película). Quizá esto es lo más llamativo. Pero bueno, qué quiere decir que son paracaidistas. Pues que no van por las vías habituales, que no van en tren, en avión o en coche, pasando aduanas, repostando combustible, sino que saltan (con riesgo de su vida –y con bastante margen de error, también–) sobre el sitio en el que van a aterrizar. ¿Dónde hay paracaidistas? En las guerras. Por lo tanto es una situación de guerra, o quizá mejor de sitio, del sitio que precede a una guerra, de lugar difícilmente accesible por otra vía; caen sobre un territorio atacado. Serían un poco también como antibióticos en un cuerpo enfermo, en crisis.
El cuento de Godard, que muy bien puede tomarse como un diagnóstico del cine hoy, me ha recordado otra situación, un momento muy diferente de la historia del cine, que podría considerarse muy remoto y que sin embargo, en muchos aspectos, quizá valga la pena traer a colación aquí. Me ha recordado un momento en el que el cine desde luego «no había llegado casi a existir», como dice Godard en un momento dado de su cuentecillo, pero más que nada porque se acababa de inventar. Me ha recordado a cuando todo empezó, a Lumière.
¿Qué era hacer una película para los Lumière? ¿Cómo hacían que se vieran sus películas?
Las películas Lumière, como sabéis, las hacían los mismos operadores a los que los hermanos enviaban por el mundo a proyectar sus películas. Viajaban para enseñar películas que ya tenían hechas, y volvían con otras nuevas bajo el brazo. El sistema era muy original y merece una explicación un poco detallada, porque quizá sea algo que ya no recordamos bien. Por otro lado es muy posible que nos recuerde a algo.
Lo primero de todo, al principio de todo, está la cámara. El gran invento de los Lumière, el que determinó en el fondo este peculiar sistema de proyeccionistas-operadores globe-trotters que iban por el mundo con el cine a cuestas, fue la cámara, el cinematógrafo. Es un objeto increíble. No sé si alguna vez habéis visto alguna. No son muy grandes, en el fondo no más grandes que algunas de las cámaras de vídeo profesionales o semiprofesionales que se pueden utilizar hoy. Son completamente portátiles.
Los Lumière en principio estaban interesados sólo en la cámara. Querían analizar el movimiento, como Marey, Muybridge y tantos otros. Pero cuentan que fue su padre quien les dijo: «tenéis que sacar la imagen de la caja». Y ese fue el gran invento, el invento completo. Lo que más llama la atención es que los Lumière para ello no crearon una cámara y un proyector, sino una única herramienta que era cámara y proyector al mismo tiempo: el cinematógrafo Lumière. Todavía hoy, si vemos una foto de un cinematógrafo Lumière decimos: «una cámara de Lumière». Pero no, deberíamos decir una cámara-proyector, porque eso es lo que era. Cuando la película estaba impresionada y revelada, la caja se abría, y se proyectaba luz a través de ella con una linterna. Esta luz atravesaba el positivo y salía por el objetivo por el que previamente había entrado la luz para impresionar el negativo. El operador movía la manivela en el sentido contrario al que había utilizado para rodar (y a la misma velocidad), y la película desfilaba por la pantalla.
Esto es lo que convirtió a los operadores Lumière en cámaras y proyeccionistas al mismo tiempo, o lo que es lo mismo: en cineastas-distribuidores, en paracaidistas. Fueron por todo el mundo mostrando el invento, la cámara-proyector y las películas que ya habían realizado, y al mismo tiempo rodaban nuevas películas. Por ejemplo Alexandre Promio. Su primer viaje es a España, precisamente. Pero de allí pasa a Estados Unidos. Vuelve a Europa. Hace el primer travelling en una góndola, en Venecia. Va a Egipto y Oriente Próximo. Va también a Rusia.
En todos estos lugares hace películas. Por las noches enseña el invento a reyes y burgueses. No hay un lugar fijo para ello: puede ser en un palacio, en un bar. Por el día hace nuevas películas, normalmente en la calle.
Las películas van formando una especie de catálogo de «vistas del mundo» y enseguida también de pequeñas ficciones. Todo lo que vendría después, toda la historia del cine, está más o menos representada en ese catálogo.
Pero la verdad es que los Lumière se retiraron muy pronto, en apenas tres o cuatro años dejaron el cine que siempre habían considerado «un invento sin porvenir» (y es una cita literal que está bien traer aquí, en un ciclo llamado precisamente «Cine Por Venir»). El relevo lo tomó Pathé, que no hizo más que copiar a los Lumière y cambiar un par de detalles significativos: separar el proyector de la cámara, y abrir locales propios y específicos para la proyección, salas de cine. Acababa de nacer la distribución, exhibición, etc., tal y como la entendemos más o menos todavía hoy.
Lo que interesa del sistema de producción-difusión de Lumière, que es un sistema más primitivo, aparentemente ingenuo, es que hasta cierto punto se parece a lo ocurre con muchas películas hoy y también tiene bastante que ver con el cuento de Godard. En el caso de muchas películas que se producen hoy, a los que las hacen, a los cineastas-productores, no les queda más remedio que convertirse ellos mismos en distribuidores y casi hasta en proyeccionistas, ir ellos mismos moviéndolas y moviéndose por los lugares más pintorescos (palacios o bares, rara vez «salas de cine») para hacer que alguien, no se sabe quizás del todo muy bien quién, las vea.
Cuesta creer que a la vez les queden tiempo y fuerzas de hacer ellos mismos nuevas películas, como las hacía Promio por las mañanas, tras sus recepciones nocturnas. Este es el principal problema. Algunos lo han intentado resolver hasta a la desesperada, por ejemplo Guerin en Guest. Si el precio para poder hacer una nueva película es tener que atender con otra que ya está hecha los mil requerimientos sociales, la promoción, los compromisos de esa pequeña sociedad que es el cine y que en todo caso Godard no cree que exista ya como existió hasta ahora, el único modo posible parece, de nuevo, hacerla a la vez que se atienden esos requerimientos, en el mismo viaje. Pero hay dos problemas para ello.
Uno es que hacer una película y que parezca una película, resulta por lo visto hoy incomparablemente más complicado de lo que era cuando Promio subió el cinematógrafo Lumière a una góndola en Venecia para ver qué pasaba. Las películas duran hoy cuatro años, como dice Godard, no un minuto (que es lo que dura aproximadamente una película Lumière: tanto rodarla como proyectarla).
Y el otro problema para hacer películas a la vez que se busca el público para esas películas es que Promio sabía mejor quién era su público, acababa de conocerlo en el Hermitage la noche anterior al rodaje de una calle llena de gente, por la mañana, en San Petersburgo, calle por la que quizá pasaban esos mismos que acababan de convertirse en el nuevo público del cinematógrafo. En cuanto a José Luis Guerin: la gente que aparece en su película, la gente que pulula por esos festivales que marcan las etapas del viaje que está grabando a la vez que muestra su anterior película, ¿serán sus futuros espectadores? ¿Se dará de verdad esa relación? El radio de acción de Promio era incomparablemente más amplio: más o menos todo el que pasara por la calle. No iba con su cámara y con su proyector a un lugar ya creado, un lugar que vendría a ser una metáfora del cine (un festival, un evento) sino que era el cine el que se proyectaba sobre aquel viejo mundo, pero un viejo mundo abierto, un ancho mundo, como se suele decir. Promio era una especie de misionero. José Luis Guerin es un invitado atento.
Fragmentos de una entrevista con Jean Eustache:
«Cuando se trata de películas de muy bajo presupuesto, las cuestiones de producción más o menos pueden resolverse, con muchas dificultades sin duda (en realidad nunca se resuelven). Se puede quizá llegar a hacer algo de manera individual, artesanal. Pero al rodar una película de este modo, al arreglárselas para hacerla, lo que nunca se arregla es la continuación, la supervivencia. Cómo vivir si no se tiene dinero y cómo continuar haciendo películas si se tienen ganas, pero sobre todo cómo vivir. Me parece muy agradable hacer películas para darse el gusto de hacerlas, pero uno no puede seguir siempre así. Desde hace algunos años esa es toda la cuestión para mí.
Cuando hacía películas me gustaba bastante enseñarlas, ponerme a prueba a través de ellas. Corría por supuesto el riesgo de que me abuchearan, de que me tiraran tomates. O de que me felicitaran. Pero se ha convertido en un juego que ya no soporto, y menos ahora que empiezo a acostumbrarme a él.
(…)
Pero sí que me hice sensible a lo siguiente: uno se rompe la cabeza, primero personal y luego materialmente, para hacer una película. Uno hace proyecciones privadas. La película se pasa en la Cinémathèque, o en sitios parecidos. Uno intenta pelear durante meses con un distribuidor o con un exhibidor. Sufriendo mucho, consigue que se estrene la película. 15 días o un mes en una sala. Y todo esto, que cuesta no poco esfuerzo y no poco dinero, no reporta ni un céntimo.
Yo he tenido la suerte de que me dieran un premio a la calidad por todas mis películas, lo cual me ha permitido continuar. Pero incluso de ese modo los problemas acababan todos por conducirme al mismo punto: la cuerda floja. Tenía que hacer cortometrajes y no largometrajes porque, sin aquellos, corría el riesgo de que me quitaran el beneficio que esperaba. Todo pendía de un hilo. De modo que, tras ya muchos años, me encontré en una situación completamente provisional, en situación de principiante. O incluso anterior a cualquier principio.
Antes de integrarse del todo uno está en una situación en la que no tiene dinero, pero cree que lo tendrá muy pronto; cree que, si logra imponerse, los problemas se resolverán. Podrá trabajar como desea y vivir por fin de un modo decente. Pero lo que pasó es que me acostumbré a no vivir de un modo decente y a no trabajar como deseaba. Me dejé atrapar en aquella red hasta el punto de no poder salir, porque mi situación era muy sencilla: bastaba con que tuviera, cada año, una ideita que me permitiera hacer un cortometraje un poco original. Así podía sobrevivir un cierto tiempo, ignorante de que estaba en la cuneta.
Es decir, desde Le Père Nöel a les yeux bleus, me dejé vencer por el sistema, o mejor dicho por un sistema paralelo al otro sistema, un sistema de recuperación, de buena conciencia, que se diría hecho para eliminar todo lo que pueda poner en tela de juicio al cine. En realidad, ese sistema no está hecho para eso, está hecho para ayudar, pero al mismo tiempo inmoviliza.
Personalmente no puedo quejarme, he tenido ayudas, pero para aprovecharlas habría habido que tener un rigor que no tengo. Así que, a fin de cuentas, yo soy alguien que se vende. Me vendería con gusto a quien me pagara.
Me vendo porque quiero hacer cine. Es decir, una cosa bastante inútil dentro de la producción de un país. Tal vez haya países más capitalistas que el nuestro donde se recupere a los artistas (no me gusta la palabra, pero no encuentro otra), donde se les pague más dinero, también. Donde se les permita vivir mejor. Eso era Hollywood entre el año 20 y el 40, por ejemplo. Una cosa completamente distinta de la pequeña vida asfixiante que uno puede llevar hoy en París.
Dicho esto, después de Le cochon me encontré una vez más ante el problema de siempre: dejar el cine y dedicarme a otra cosa. Pero ¿a qué?
No hay nada más que yo sepa hacer. Tampoco soy tan listo como para renunciar a todo, dedicarme a trabajar la tierra o trabajar en una oficina. Así que, de repente, tuve ganas intentar algo, de jugármelo todo a la vez en varios planos distintos. Hacer una película de una cierta clase. Una película que no tuviera ninguna relación con el cine (ni con la televisión) salvo por tratarse de película impresionada. Una película ideal. Es decir: en un país ideal, y para una televisión ideal, donde todo funcionara bien, podría ser un prototipo de película, un número cero. Algo así como La llegada del tren de los Lumière.
Tal vez el cine pueda avanzar a partir de esta película, pero no querría hablar de su argumento ni de su propósito, preferiría hablar de ella en líneas generales. Creo que la sorpresa que encierra la película es bastante más importante que su contenido.
Realicé esta película que he llamado Número zéro el pasado febrero, sin un céntimo. Bien, dejemos a un lado las cuestiones financieras. Eso no le importa a nadie y es mi problema, aunque volveré sobre ello.
Intenté pues hacer una película que no costara cara, como tampoco fue cara la primera película que existió. (…)
La película Número zéro dura entre dos horas y dos horas diez, no sé exactamente cuánto. Pongamos dos horas y cinco minutos de proyección que fueron también dos horas y cinco minutos de rodaje. Bueno, no hay nada de original en ello, es algo muy banal. Pero esta banalidad, para mí, representa bastante más que todos los proyectos artísticos en los que he pensado hasta ahora. O que he visto realizados a lo largo de los años. (…)
Titulé esta película Número zéro no sólo para indicar que volvía empezar de cero, sino que consideraba que había estado equivocado en lo que había hecho hasta entonces. Pero no quiero inducir a error: yo sigo siendo el mismo, sigo teniendo debilidad por las películas que he hecho hasta ahora. No pienso quemarlas, desde luego. Ni pienso esconderlas diciendo «Qué horror». Pero reniego de todo lo que he hecho antes de Número zéro.
Para empezar, porque dedicaba demasiado tiempo a hacer una película, y, sobre todo, a pensar en ella. No es normal pasar dos años pensando en un proyecto de película. Debiera serlo, tal vez. Pero es imposible en la sociedad, en el mundo en el que vivimos. Uno no puede permitirse pasar demasiado tiempo pensando, porque se queda solo.
En Francia existen, según tengo entendido, servicios de investigación cinematográfica donde se acoge a la gente que piensa sobre cine. Pero como a mí no se me considera un investigador siempre me han negado entrar a formar parte de ellos. Sin embargo, yo he insistido. He presentado varios proyectos todos los cuales han sido rechazados por no tener carácter de investigación. Ya no insisto más, no vale la pena. Es un diálogo de sordos. Yo digo que investigo, ellos me dicen que no. Así que, ¿qué hacemos? Puesto que mis interlocutores son delegados del Gobierno y yo no, sin duda son ellos quienes tienen razón. Pero no quiero polemizar. Debo arreglármelas yo solo. No digo que el mundo está mal hecho ni que quiera cambiar el mundo: digo que quiero hacer cine.
Bien, volviendo a mis negocios. Digo también que sentí la necesidad de hacer esta película y que la hice. A decir verdad, la hice con un objetivo perfectamente preciso: mi idea era hacer una única proyección. Es decir: al mismo tiempo que tuve la idea de hacer esta película, pensé en los espectadores que la verían, porque sería para ellos para quienes la hiciera y para nadie más. Hacer una película que no incumbiera a nadie más que a algunos amigos o, en todo caso, a ciertas personas —en número muy limitado— a quienes se la mostraría.
Hice pues esta película de un modo muy ingenuo, pensando que el hecho mismo de hacer una película, y ésta en particular, sería importante para mí. Y eso era lo esencial. Estoy tentado de dejar de lado este aspecto de las cosas, porque resulta demasiado personal, pero es que eso es lo esencial.
Bien, desde este punto de vista no alcancé el objetivo que perseguía. Por razones íntimas, la película ha resultado un completo fracaso.
Hice esta película para demostrarme a mí mismo, y para imponer en torno a mí, ciertas ideas que no tienen nada que ver con el cine, sino con mi vida privada. Pues bien, no sólo no he probado nada sino que hoy considero ingenuo haber esperado que una película pudiera modificar lo que quiera que fuera en mi vida. Aunque, al menos, a medida que rodé y monté esta película (y pasaron diez días entre el día en que la rodé y el día en que hice la proyección) entendí no pocas cosas y, sobre todo, por primera vez he tenido ganas de rodar inmediatamente otra cosa al día siguiente, o dos días después de este número cero.
Y me di cuenta de que estaba, en cierto modo, liberado. De que —diciéndolo de un modo trivial— ya no tenía ganas de rodar películas buenas. Mientras que hasta entonces había existido siempre una cierta de vanidad que de lo que me daba ganas era de rodar buenas películas. Esa idea me ha abandonado por completo. No quiero decir que tenga ganas de hacer cualquier cosa, bodrios por ejemplo. No es eso. Es simplemente que tengo ganas de rodar, de hacer películas.
Y de hacerlo no para que existan esas películas, sino para mí. Pero centrémonos en lo importante. Pensé hacer esta película para una única proyección y luego guardarla. De hecho, en estos momentos, una vez acabada, me da igual que la película sea interesante o no. Antes yo creía hacer las películas para el mayor número posible de espectadores, y la única que los tuvo fue La Rosière de Pessac, porque fue emitida por televisión. Ahora, repito, me da igual.
La novedad es que esta película se la he mostrado a ocho personas. Invité a diez y, como es difícil reunir a diez personas a la misma hora y en el mismo lugar, vinieron sólo ocho. Lo cual es un fracaso, porque la proyección era un elemento importante de la fabricación de la película, tan importante como la película misma. No siempre sale todo bien. A continuación dejé a un lado la película.
Esta vez no he censurado la película en el sentido en el que un artista (qué palabra más repugnante) se censura. Al revés: lo que me he propuesto es censurar al público. Elegí una delegación de espectadores para que la vieran. Presenté la película tal cual, aparentemente impresentable, a un público muy reducido. Bueno, quizá yo me mueva en un plano completamente utópico pero por el momento no estoy intentado estar en la realidad, lo que estoy intentando hacer es algo nuevo.
Me parece, en cualquier caso, que hay algo nuevo en el hecho de no enfundarse, de no ponerse guantes para tocar las cosas. Por el contrario desprenderse de todas las fundas ya que hasta ahora, cuando ponía ideas en mis películas (y siempre ha sido el caso) lo que hacía era enfundarme para poder transmitir esas ideas. Mientras que para Número zéro no me he enfundado, he dejado en la película todo lo que podía molestarme a mí y molestar a los demás en un sentido o en otro. He censurado al público en lugar de censurarme a mí mismo.
Aquella proyección fue el punto final de la fabricación, el último empalme de la película, en cierto modo. Más tarde, tras la proyección, pensé que la película no era tan mala como para que nadie quisiera verla. Que quizá me había equivocado en mi decisión. Y a partir de ese momento comencé a reflexionar sobre la segunda vía que voy a exponer a continuación.
Aquella película no era una película como las otras, salvo en el sentido de tratarse de película impresionada; pero no era una película como las que se proyectan en los cines —sean de estreno, de reestreno o de barrio —, ni tampoco como las que pasan por televisión.
Me di cuenta de que una película existe en la medida en que tiene un espectador, incluso sólo uno. Pero no si no tiene ninguno. Algo que, claro está, no implica que una película sea de mala calidad.
Y fue tras esta proyección, considerando que la película ya existía, cuando comencé a actuar. Quería que el público se sintiera concernido por la película. Así que llamé por teléfono a fulanito y a menganito, diciendo:
Mira, he hecho una proyección de mi nueva película y ocho personas la han visto, pero tú no vas a verla, ya que si hiciera proyecciones privadas para los amigos, y estos amigos trajeran a sus propios amigos, si dejara que la proyectaran en la Cinémathèque, en la Quincena de los Realizadores, en congresos de cineastas, en congresos de otro tipo, etc., entonces sólo la vería la gente que por generosidad o por conveniencia se preocupa por el cine o por lo que hago. Después de lo cual la película podría envejecer y morir tranquila, sin importarle ya a nadie. Así que he decidido lo siguiente: no pienso volver a mostrar esta película, ya que es al público a quien le corresponde —en fin, a la gente que quiera verla— actuar. Por mi parte, no voy a hacer nada más: en el caso de mis primeras películas me equivoqué al hacerlo todo, no solamente realizarlas, sino romperme la cabeza para hacer que se vieran, es decir, invitar a verlas a gente que tal vez no quería verlas. Eso se acabó, he estado equivocado durante años y no he sido el único. Ya vale. Pongo punto y final a este juego. Mi última película no me interesa ya. No asistí a la proyección y no quiero verla. Si alguien quiere verla, si existe gente que se sienta concernida por ella, que hagan algo. Este es el objeto de la operación.
Mis amigos me dijeron: «¿Cómo quieres que defendamos tu película si no la hemos visto?» Pero yo no quiero que la defiendan, quiero que se peleen por verla ellos, no por hacer que otros la vean. No quiero que los críticos luchen por hacer que el público vea la película, como desde unos años pasa con las películas de reputación difícil. Quiero que luchen por verla ellos mismos.
Hay que situar las cosas en un plano individual y concreto. Y para ello quiero actuar completamente desde el seno del sistema capitalista. Es decir: se trata de una especulación que hago. Ahora mismo, esta película no vale gran cosa. Vale lo que vale. No sé cuánto. Ocho espectadores han visto la película. No sé si hablan bien o mal de ella. Digamos que el valor de la película es cercano a cero. Lo que pretendo es que, con el tiempo —y como en la bolsa— llegue un día en que las acciones suban y yo pueda vender.
De modo que lo que me he propuesto, lo que debo hacer saber por medio de este escrito o diciéndolo en voz alta —y es algo que no oculto en absoluto— es que he puesto esta película a la venta. Vendo los derechos de mi película a un cierto precio, por una duración determinada (por diez años, por ejemplo), y para el mundo entero. No se trata ya de una película, no se trata de algo cultural o artístico. Es un producto que vendo. Por ahora su valor equivale a cero, nadie me propone nada. Pero voy a intentar que el precio suba. No sé cómo se hace que el precio aumente, ya buscaré un medio. Y venderé esta película a quien quiera comprarla para cualquier cosa que la quiera ya que, por mi parte, no interferiré en lo más mínimo. Puede cortarla en trocitos, partirla en ocho, alargarla, acortarla, pasarla en un cine, en la televisión o en otra parte. No pienso ni enterarme de lo que haga.
Quien diseña un coche no piensa en el chófer que lo va a conducir porque eso le haría muy desgraciado. Y yo querría que el cine fuera la misma cosa. El chófer puede cambiar el alerón, el volante… Eso molestará mucho a quien ha inventado ese coche, pero peor para él. Si alguien compra y ve mi película, puede hacer con ella lo que quiera. Me da completamente igual.
Antes pensaba que no eran cosas comparables. Pero esa idea formaba parte de la buena conciencia del artista, y eso es lo que quiero negar, porque es la cárcel. Es la trampa en la que estamos atrapados, es lo que nos asfixia, lo que a mí me ha asfixiado.
Sé que lo que digo puede crear malestar. Pero yo no sigo. Ya me dejé atrapar por el malestar en el pasado, ya he sido sensible a lo que se denomina propiedad intelectual. Todo eso se acabó.
He fabricado un producto y no quiero darle más vueltas. Pongo mi producto en venta. Puedo recibir proposiciones. Aunque no soy idiota, sé que por el momento no vale nada. Sería verdaderamente ingenuo si pensara lo contrario.
En cualquier caso, ahora sí me siento capaz de rodar. Ah, por supuesto no tendré facilidades. No podré rodar como yo quisiera, sin darme ni cuenta. Pero aun así podría rodar ahora mismo, si tuviera el dinero. Justamente lo estoy buscando para una película que se llamará Número uno. Porque aunque tendrán que llevar subtítulos, voy a numerar mis películas. He hecho el cero. Voy a hacer el uno, el dos, el tres, el cuatro. Dedicaré el tiempo que haga falta. Pero las haré todas según el mismo principio, que no tiene nada que ver con la producción tradicional. Es la fabricación de algo que luego abandono. Que muestro a un comité muy reducido, que tal vez iré ampliando un poco. Quizá llegue a las quince personas para el número uno, veinte para el dos… No lo sé. Dependerá del humor del momento. Pero luego esas películas las guardaré y no las mostraré más. Porque si las muestro volverá a pasar lo que ha pasado cada vez, que me robarán algo.
No hay que tener miedo de decirlo: cuando alguien ve mis películas sin darme nada a cambio, me está robando. No me importa que me roben el tema para una película o un trozo de mi pensamiento, de mi vida, de mi imagen, de lo que filmo o de lo que sea. Eso me da bastante igual porque uno siempre experimenta una cierta voluptuosidad en que le roben esas cosas. Pero que también me roben el dinero que he dado para hacer mis películas y que no me den nada a cambio, encuentro que eso es el mundo al revés. Que en esta sociedad se robe al creador y el consumidor sea el ladrón, es el mundo al revés.
En mi caso estoy obligado a ser el productor de mis películas Y no es mi culpa. Toda mi vida he intentado que me produjeran sin jamás lograrlo. Nadie ha querido nunca arriesgar un céntimo conmigo. De modo que no he tenido elección. No es una cuestión de rigor por mi parte. No he podido hacer otra cosa. Así que no me ocupo de si el mundo está del revés y hay que ponerlo del derecho. Pero yo no continúo en este amaño. Incluso si acaba por salirme caro el no mostrar la película a amigos que quiero, o a ellos el no verla. Pero eso es lo único que garantiza la operación en la que estoy embarcado. Ahora mismo busco el dinero para hacer el Número uno. Si lo logro, pasaré al Número dos. Etc.
Al principio he definido mi posición como utópica. No sé hasta dónde voy a llegar, pero sé dónde me encuentro. Sea cual sea el precio de mi actitud, puesto que tengo un problema financiero —me gasto el dinero haciendo películas y guardándolas sin que me reporten nada— esta posición es, para mí, la única posible. Y ni siquiera desde un punto de vista moral. Es la única oportunidad que tengo de lograr hacer algo. No tengo elección. Si dejo que mi película se vea, no ganaré más dinero y la película estará como muerta, será ineficaz. Guste o no guste a la gente.
(…)
Y por emplear un lenguaje pretencioso: si admitimos que yo he dado algo, también es cierto que no he recibido nada a cambio. Es pues como si me hubieran robado y asfixiado a la vez. Hay algo que he dado hasta la asfixia, hasta la miseria, hasta no tener nada que decir ni nada que hacer. Y a cambio, nada.
Es un caso de vampirismo. Me han chupado la sangre y eso ha sido todo, ahí me han dejado. Acabo de reaccionar ahora. No quiero que continúe siendo así.
Tengo varios proyectos y —esto es muy banal— busco dinero para concretarlos. Y por primera vez no voy en busca de un productor, porque no me quiero implicar en nada amañado. Quiero que se produzca una especulación, que me confíen una cierta cantidad de dinero (no mucho, porque mis películas no cuestan muy caras), pero quiero que me lo confíen sin que les preocupe recuperarlo inmediatamente. Existe una película que se llama Número zéro y que no va a inquietar a mucha gente, pero si existe otra, y luego otra, y otra más, entonces quizá comiencen a pesar un poco. Y los precios subirán. En fin, es lo que espero.
Como tengo hijos, me las arreglaré para hacer un testamento y que no se pierda todo. Para que les quede una herencia.
De momento, vendo los derechos de mi última película. Para el mundo entero y por diez años. Por diez millones de francos antiguos. He fijado esta cifra arbitrariamente, porque en este momento tengo más o menos cinco millones de deudas. Y aparte necesitaré siete u ocho millones para hacer el Número uno.
Creo que si un industrial o un especulador cualquiera me compra la película, puede ganar dinero. No bromeo. Si la vende a dos o tres televisiones de lengua francesa, o si, dentro de cinco o seis años la revende para hacer otra cosa, verdaderamente puede ganar mucho dinero.
(…)
(Images et son, n. 250, mayo de 1971). Selección y traducción de Manuel Asín.
Esta orientación del cine hacia el mundo y no hacia sí mismo me recuerda un par de títulos, un par de frases. Una es la primera historia del cine que se publicó, un libro: Historia del cine mundial, de Georges Sadoul. Cuando Sadoul se planteó, quizá demasiado pronto, la posibilidad de escribir una historia del cine, el criterio al que llegó para organizarla fue no tanto el nacional como el internacional, el global. Es decir, lo llamativo es que no apareciera primero alguna historia nacional del cine, por ejemplo francesa, y luego, si acaso, tímidos intentos por hacer una historia general, como pasó en el XIX con el resto de artes, sino que desde el principio se intentó contar una historia internacional (otra cosa es que se creyera que esta historia la compondría una suma de historias nacionales).
Y la otra frase es muy breve y muy bonita, de Serge Daney, y no necesita comentario: «el cine añadió un nuevo continente al mundo, un continente que no figura en los mapas».
Las dos frases vienen a colación de que las características de producción-distribución del cine hoy, contra lo que pueda parecer, en mi opinión, están llevando a un creciente provincianismo. Parece que tenemos las herramientas para todo lo contrario, que las tecnologías digitales deberían facilitar el intercambio de información por encima de barreras físicas y culturales, pero me permito dudar (me gustaría pensarlo aquí, en todo caso) si eso es de verdad así y cuánto camino queda todavía por recorrer.
Encendamos un rato la televisión, que hoy en día es digital aunque no naciera para ser digital. Muchos ni siquiera la encendemos ya, o no en los mismos lugares que antes. Y otros –puede que entre ellos algunos de los que la hacen– nos cuentan que ni siquiera la tienen. ¿Qué es lo primero que le llamaría la atención a esos que ya no la tienen, si la encendieran hoy? Su escalofriante localismo, en mi opinión. La palabra televisión es la misma que la palabra telescopio, significan lo mismo. Sólo que en este caso la televisión es un telescopio que por lo general se dirige muy cerca, se confunde con un microscopio y hace que en definitiva no veamos nada.
Cuando uno enciende la televisión, y más todavía en España, oye hablar a quienes tiene más cerca. Conclusión: no vale la pena encenderla. La lengua es la misma (bueno, la misma en peor) y es muy raro escuchar algo que venga realmente de lejos, algo que nos haga sentir que estamos ante imágenes y sonidos tan remotos como a menudo estos pretenden ser. Si vemos una película rusa, por decir algo (y será difícil que ocurra) en realidad más o menos estaremos ante una película española, es decir: americana. Por llamar «americano» a algo que en realidad poco tiene que ver con América y todo con una forma de imaginación, con un lenguaje empobrecido que, este sí, se puede considerar internacional.
Internet en cambio sí que es un medio digital, que nació para ser digital aunque parece que ahora se tendrá que conectar a otros entornos que podemos considerar directamente biológicos, o físicos en todo caso. Y ¿para qué está pensado internet? No tanto para traer cosas de lejos como para llegar lejos recorriéndolo. Para almacenar y archivar, en un primer momento, y luego para hacer que se pueda ir muy lejos en el recorrido, o quizá sería mejor decir en el uso de esos archivos y almacenes. Para intentar ir –y de hecho no se sabe si para conseguir llegar– lejos, aunque sea un poco a ciegas, y perdiéndonos un poco en el camino.
Lo decisivo ahora es ese movimiento, que es más o menos el mismo que el de Promio y el resto de operadores Lumière por el mundo (sin duda más ágil), y también el de los cineastas que tratan todavía hoy, como pueden, que su película llegue a verse en algún sitio. La cruel novedad es que ahora ese movimiento sólo puede ser uno más entre todos los que se dan, ya que los propios espectadores están agitados, están recorriendo (un poco a ciegas, insisto) los canales por los que antes venían las imágenes, para ahora llegar ellos mismos hasta ellas, por su propio pie, como si dijéramos…